domingo, 5 de octubre de 2008

Estambul: panorama de las civilizaciones

IRIS CEPERO
Especial para El Nuevo Herald
Nunca supimos cómo fue repartida la geografía del mundo. Pero cualquiera que haya sido el método de entrega de tierras, mares, ríos y montañas, en ese juego de naipes, competencia de historias, bailes o sacrificios a los dioses, el representante de Estambul convenció al jurado y logró para los suyos uno de los sitios más hermosos del planeta.

Estambul tiene para sí el Estrecho del Bósforo, que hace que Europa y Asia parezcan una sola y lo sean, exclusivamente, en esa inmensa ciudad que hoy alberga a 11 millones de personas, convirtiéndose así en la más grande capital europea.

Estambul es Europa y Asia; vive expandida y atrapada entre los dos continentes y todos sus múltiples significados; unida por los barcos que zarpan cada pocos minutos de las terminales marítimas en tres esquinas del mar, por dos puentes enormes que acortan el paso intercontinental a un minuto y en breve también a través de un metro que correrá bajo las aguas del Estrecho.

El Bósforo pone a Rusia al alcance de la mano y, hacia el sur, el Mar de Mármara alarga el país hacia el sistema del Mediterráneo. Cientos de barcos modernos y lujosos acortan camino por esta ruta diariamente; millones de naves lo han atravesado a través de los siglos; banderas de cuanta tierra existe han ondeado atrapadas entre las cúpulas de las mezquitas y los palacios desde donde dominaron algunos de los más grandes imperios de la historia.

Una lengua de agua, el Cuerno de Oro, nace del Bósforo y divide la parte europea de Estambul en norte y sur, dibujando un río marítimo alrededor del cual se ha erigido la ciudad por los siglos y en cuyas riberas se construyen sus diversos universos.

Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura del 2006, nació y ha vivido siempre en esta ciudad. Su libro de memorias Estambul no es una guía de viaje y mucho menos una descripción minuciosa o laudatoria, sino una bellísima, inusual, incomparable narración de las memorias de un hombre que ama, sufre y abraza su ciudad apasionadamente.

En Estambul, Pamuk dedica decenas de páginas a describir un sentimiento de añoranza o tristeza llamado en turco hüzüm y que, traducido como algo parecido a la nostalgia, él distingue como el más vívido sentimiento que la ciudad impone a sus habitantes: una emoción palpable sólo en zonas reales y emocionales que el forastero no puede visitar ni entender.

Sin pretensiones de comprender a Pamuk, pero atrapados por la promesa de belleza de la Mezquita Azul, la Basílica de Santa Sofía, los palacios de los sultanes, las iglesias y los restos romanos de la ciudad, Estambul, bajo el más grande cliché, prometía ser una ciudad fascinante.

Y no hay dudas: Constantinopla estuvo entre las más hermosas ciudades durante los 1,000 años que reinó sobre el Imperio Romano de Oriente, los otros 500 años que fue capital del Imperio Otomano. Pero no es su descendiente, el Estambul de hoy, lo que comúnmente podríamos llamar una ciudad hermosa. Estambul tiene gigantescos monumentos que por sí solos merecerían un viaje a Turquía, tiene los palacios más lujosos que la imaginación, la ostentación y el dinero juntos pueden crear, tantas y tan majestuosas mezquitas que las palabras no sabrían ser justas. Pero la verdad es que Estambul ni deslumbra ni encandila.

Aunque es una ciudad orgullosa de su pasado, no es el aire de Constantinopla el que se respira en las calles abarrotadas de gente y de anuncios. Con su silencioso y ultramoderno tranvía que pasa como un fantasma uniendo norte y sur por el borde de la costa, Estambul es, sobre todo, una urbe que acopla entre sus ruinas el confort de la modernidad y arrastra hacia el futuro el peso de la pobreza, las desigualdades y los fanatismos.

El espíritu de Estambul está, probablemente, en ese deseo de salvar un pasado glorioso y la necesidad de entrar al mundo de hoy con sus apuros y comodidades, entre el bullicio de grandes avenidas y el silencio absoluto de caminos y modos de vida casi medievales. Estambul tiene, además, la callada arrogancia de todas las ciudades bendecidas por el mar, convencida de que a través de él se abren todas sus puertas.

Gracias a sus colinas, Estambul se edifica sobre niveles, repartiéndose en incontables terrazas, laderas, hondonadas y construye en ellas todos los imaginables horizontes de miseria, opulencia, modernidad y pasado. Como buena parte del país, vive bajo la amenaza sísmica que ha dejado destrozos a lo largo de milenios. La ciudad, sin embargo, parece ajena a anunciados terremotos y sigue expandiéndose a un lado y otro de los dos continentes, con precarias viviendas hechas donde y como se puede y con deslucidos modernos edificios de varias plantas que no alcanzan para dar cobijo a tanto inmigrante.

En la parte más rica de la ciudad, las altas construcciones de cristales muestran lo último en lujo; y las calles interiores, llenas de pubs, restaurantes y jóvenes divirtiéndose, bien podrían estar en Barcelona. La gente entra y sale de tiendas vistosas, diseñadas con un encanto y un aspaviento propios de Londres, y siguen caminando con o sin rumbo por el boulevard Istiklal, apartándose sólo para dar paso al único vagón del viejo tranvía que sigue circulando entre la Plaza Taskim y la estación de Tünel.

No lejos de allí, en otras calles sin glamur ni dinero, la gente vive o sobrevive su miserable rutina, arrastrando carretillas como hace siglos. Los vendedores ambulantes vocean y las mujeres van y vienen del mercado; hombres solitarios marchan a la mezquita más cercana cuando el imán llama por altavoces.

A media mañana hay zonas enteras que parecen paralizados en otra época, sólo mujeres de negro rotundo, apenas los ojos visibles, al tanto de sus hijos que retozan calle abajo. Las calles son empinadas y estrechas, ni carro ni forastero alguno se atreven, los balcones angostos, parecen a punto de caer por el peso de las tendederas de ropa colgadas de un lado a otro de la calle. El barrio parece indiferente a la visita de extraños, pero uno sabe que detrás de cada velo, a través de las ventanas entrejuntas, tras los muros de las pequeñas mezquitas, cada movimiento es espiado.

No hay peligro, la zona es muy segura, pero la sensación de opresión y claustrofobia, esa especie de temor a perderse y no saber cómo salir, impide disfrutar sosegadamente toda la autenticidad del paisaje. Esa irracional aprensión dura hasta que una bocacalle termina en calle principal y uno comprueba la ruta más corta hacia el Estambul aparentemente más seguro, o sea,

más parecido a nosotros mismos. Unas horas después empieza a lamentar el apuro con que atravesó por esos otros mundos.

En esa ciudad de a pie, andando por calles fantasmales, en el ruido del semicaótico barrio de los bazares, en los olores a comida de cada esquina, en los puestos de venta de simit (el pan en forma de rosca, cubierto de sésamo), en los cientos de carritos de venta de maíz tostado, que la gente compra más por golosería que para calmar el hambre, en los limpiabotas y las dulcerías, Estambul sí es única y memorable. En la gente que sigue indiferente su rutina a pesar de los millones de turistas; es en las calles más solitarias de Fatih, tan pobres y desoladas y a la vez repletas de joyerías, donde la ciudad alcanza su más auténtico perfil.

En todo Estambul la gente es amable como si todavía viviera en los pueblos. La mayoría habla sólo turco, pero saben conversar con cualquiera sólo por señas o repitiendo las tres frases que aprendieron de algún turista. Como en todo el país, hay comida --deliciosa-- en todas partes, a todas horas. Uno se contagia con los turcos, termina comiendo también todo el tiempo y probando, por puro vicio o curiosidad, cuanta golosina hay en las vidrieras.

Una noche, en una dulcería de Seraglio Point, en la zona turística, el camarero prefirió regalarme un simit recién salido del horno, antes que cobrarme los pocos centavos que costaba la inmensa ración que, claramente, yo no podía comerme. Esa fue la primera de las varias veces que un turco regaló o compartió su comida como lo más normal del mundo, y con entendible chovinismo también. Perdidos por algún barrio, cualquier vecino viene voluntariamente a indicar el camino, aun cuando eso signifique interrumpir el tráfico varios minutos o desviarse de su ruta.

Una mañana salimos en busca de unos frescos del siglo XI en la iglesia de

San Salvador de Chora, lejos hacia el suroeste de la ciudad. El conductor prometió avisarnos la parada, pero el autobús pasaba calles y barrios y más barrios. En los autobuses, como en cualquier parte de Turquía, la gente parece ajena a la presencia de los extraños, pero al final cuando el conductor nos llamó para avisar el momento de bajarse, ya un anciano estaba mostrando, con señas, hacia dónde caminar, mientras una pareja joven indicaba, en perfecto inglés, la ruta exacta. Una vez más, los turcos estaban pendientes de todo y ofrecieron espontáneamente su ayuda y su consejo.

Es tarde de domingo, en verano, en la Plaza Beyazit. Hombres de todas las edades y todas las ropas entran a la plegaria en la mezquita del mismo nombre; familias vestidas de domingo pasean comiendo helados o tajadas de melón, señoras muy mayores y muy pobres, venden maíz para las palomas mientras los niños, con maíz o sin él, las espantan. Una fila de hombres vende lo que puede en una esquina, desde paquetes de medias hasta libros de uso, relojes de falsa marca y ridículos souvenirs. Hay más calma de la habitual, porque el Gran Bazar, a unos pocos metros, cierra hoy domingo.

Esta tarde de agosto la Plaza de Bayazit no es una foto de revista turística, ni siquiera el sitio que el

visitante escogería para disfrutar tranquilamente. No es precisamente bonito, los

parterres están descuidados, pero no sucios; la Universidad de Estambul, con su imponente puerta de estilo morisco, en el lado norte

de la plaza, permanece en silencio.

Uno empieza a entender a Pamuk, pero se da cuenta de que el novelista está totalmente equivocado: el hüsüm de las calles solitarias,

los cementerios junto a las iglesias y los perros callejeros no pertenece únicamente a los estambulinos. Yo pude sentirlo esta tarde de domingo en la Plaza de

Beyazit, en la suntuosidad de la mezquita, en el ruido tenue de las palomas sobre los adoquines, en los silbatos de los barcos anunciándose, en la gente que camina sin apuro. Bajando las escaleras de la plaza, el silencioso tranvía sigue moviendo multitudes hacia otros centros de Estambul

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