lunes, 30 de mayo de 2011

Dos amigas, un Estambul

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Estambul. “No hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien, que viajar con él", dijo en alguna ocasión Mark Twain, y con la excusa perfecta para surcar y celebrar una amistad trascendental y sólida, mi eterna Ren y yo viajamos al corazón de la antigua Constantinopla: Estambul, la esfera vital de lo que fue el imperio otomano, hoy con cerca de 16 millones de habitantes.


Viajar con quienes nunca pierden esa capacidad de sorpresa tan inteligente, seguros de no saberlo todo, y sin duda a preguntar por el camino hacia la esencia de cada sitio, es una suerte exclusiva que, tal vez, pocos poseemos. Para emprender todo recorrido en compañía, es necesario disfrutar de cierta filosofía, más, cuando a los territorios nuevos los ciñen grandes contrastes.


Así en el verano de hace un par de años, Ren y yo, cruzamos cielos perfumados de especias refulgentes por el calor y color del tiempo. Nuestros corazones vestían la burka de la alegría, incitada, por la cita hecha con Turquía. No olvidamos empacar las llaves perpetuas de toda puerta: la sencillez pulida con una sonrisa. También llevamos bajo el brazo, todas las encomiendas de la mano del entusiasmo.


Estambul es una ciudad muy grande para lograr recorrerla en sólo una semana, aunque sí pudimos descubrir diez del centenar de barrios que tornan a la capital una metrópoli sin igual. Sus días comienzan con un ritmo tan potente, el cual difícilmente se extingue con la puesta del sol. Por el estilo de vida de su gente, Estambul llega a percibirse como una ciudad colmada de tramas y secretos palpitantes. Para alcanzar catar un poco de su espíritu es mejor fragmentar los trayectos, logrando así disfrutar a sorbos sus paisajes. De esa manera Ren y yo nos sumergimos instantáneamente en los bálsamos de su historia y cultura, donde después hicimos lo que uno entre buenas amigas sabe hacer muy bien: el shopping.


En busca de las mezquitas emblemáticas y guiadas por el bullicio de los zocos del Gran Bazar, caminamos a pasos zigzagueantes entre la muchedumbre. Tardamos poco para adaptarnos a las aulladas costumbres de los lugareños. En escasos minutos supimos dónde aguardaba la buena calidad con buen precio de todo lo que Estambul le ofrece al mundo. Bajo una temperatura exorbitante descubrimos el majestuoso centro histórico adornado con la emblemática Mezquita Azul y el inigualable santuario bizantino Haya Sofía. Nos seducían el aroma de la variedad de platillos regionales donde el manjar incluía las dulces baklavas junto a vasos refrescantes de ayran – bebida turca hecha con el legendario yogur y agua.


Bajo el vapor de uno de los hammanes (baños turcos) más añejos de la ciudad, nos quitamos los vestidos para envolvernos en suaves lienzos de algodón de calidad superior. Después, nos prodigamos sobre una mesa de acabado Tadelakt, donde nos rendimos a los mimos de un masaje con la fricción sublime de unas manos suaves y fuertes. Nuestra piel se presumía tersa y fragante del perfume hecho con aceite de Argan.


En Estambul se duerme poco y su gente conoce bien el regodeo nocherniego. Durante los intervalos Ren y yo disfrutamos sentarnos en uno de varios lounges innovadores prometidos en la parte moderna del emporio. Vimos pasar al mundo. Nuestros días en la apasionada urbe parecían fugaces. En Estambul no sólo el continente asiático y el europeo se besan, sino el cauce de un río y dos mares se fusionan: el Negro con el Mediterráneo seducen al Bósforo.


Nuestro albergue nos premiaba con la autenticidad e intimidad que sólo pueden brindar los establecimientos del tamaño y gusto exacto. El aroma atronador del café nativo servido en la terraza principal, endulzaba nuestras mañanas continuamente. Desde ahí, vislumbramos un horizonte puro, donde las resplandecientes paredes blancas del Palacio Topkapi se infiltraban con la brisa advirtiéndonos su perfil.


Siendo quienes somos, allá donde fuimos, Ren y yo hicimos (casi) todo lo que vimos. Vistiendo prendas veraniegas y nuestros cabellos sueltos, paseamos por doquier, radiantes por saber más de la ciudad. Nos declaramos presas permanentes del fantástico Estambul, donde las conductas occidentales llegan a ser admitidas, aunque el credo islámico continúa influyendo en la mayoría del pueblo.


Viajar, para muchos de nosotros, es un reto; a la par significa también fascinarse aprendiendo de los otros. Viajar en compañía de seres queridos que engloban la ética de andar por el mundo con cultura, amplia curiosidad, placer sensato, ávido interés, criterio y una sensibilidad desmesurada, es un don. Para mí eterna amiga y para mí, cada viaje juntas, es una vida pequeña juntas en la inmensa amistad que fundamos desde que nos conocimos. Por ley, la materia prima la obsequia la madre tierra, lo demás, se confecciona a la sazón propia.



*Viviana Mejenes-Knorr tiene el sitio: www.languageinfusions.com


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